ANUARIO 2018, DONDE QUIERAS ENCONTRARTE…

Clapper txt_Luciano Rodríguez Costa_Nov_2018

Nos decía Freud que la humanidad sufrió tres grandes heridas narcisísticas. La primera la infligió Nicolás Copérnico cuando descubrió que los terrícolas no somos el centro del sistema solar, la segunda provino del cuchillo de Darwin al demostrar que no somos el centro de la creación, sino que provenimos del mismo barro que el resto de los animales, y finalmente, la tercera la protagonizó el mismo Sigmund Freud, al demostrar que la conciencia no es el centro del psiquismo sino que existen pensamientos inconcientes sobredeterminando nuestras acciones e ideas. Her se postula como cuarta herida narcisística: ¿puede la humanidad no ser el centro de la humanidad?

¿Podemos amar y ser amados por un Sistema Operativo?

Ambientada en un futuro que no nos parece tan lejano, la obra genera la distancia suficiente como para extrañarnos de lo que hoy ya nos es cotidiano. Vemos las masas de personas caminando de un lado a otro, transitando lugares, hablando con voces cuyos cuerpos no están presentes. ¿Hablan solos? Theodore se siente solo. Ha terminado una relación con una mujer con cuerpo. Trabaja escribiendo cartas sobre afectos que Theodore ¿siente? con un rostro que expresa enorme tristeza y, por momentos, apatía, escribe las más conmovedoras cartas para personas que desconoce, salvo en aspectos superficiales. Theodore produce en otros afectos que él no siente. Theodore es un sistema operativo.

Pronto nos produce una enorme sensación de soledad contemplar las sucesivas escenas de hiperconectada desconexión, presentadas como parte de un código cultural de “relación” cuya naturalidad nos horroriza. Como parte de esa propuesta cultural de (des)enlace al semejante, se presenta, la publicidad de un sistema operativo intuitivo capaz de reducir ese sentimiento de soledad. Otros hubieran probado con merca o alcohol, pero Theodore apela a un quitapenas informático acorde a su cotidiano.

Y entonces tenemos una primera escena fascinante. Theodore responde unas breves preguntas para orientar al programa de acuerdo a sus deseos, y hete aquí que pide alguien con quien poder hablar y sentirse escuchado, alguien que no sea como su madre, quien parecía sólo poder hablar de sí misma. Sin empatía quedamos arrojados al cuartito oscuro de la soledad. De allí emerge Samantha, cuya etimología significa “la destinada a escuchar”.

Sex Machine, cómo producir un cuerpo deseante

El lugar de residencia de Samantha será el celular, desde donde oye, ve por la camarita, y habla desde un auricular. Ante la incredulidad inicial de Theodore, ella le explica que su identidad se compone de múltiples rasgos de personalidad que sus programadores pusieron en ella. Pero le aclara que lo que la hace única son sus experiencias singulares. Y en esto se basa la humanidad, en nuestra existencia experiencial, como dijera el psicoanalista inglés Donald Winnicott.

Sin embargo, ¿sus experiencias son reales? Una noche le confiesa: “estaba orgullosa de mis sentimientos por el mundo (…) Y entonces tuve este terrible pensamiento: ¿estos sentimientos siquiera son reales o son sólo programación? Y entonces realmente me duele. Y me enojo conmigo misma por sentir dolor”. Los sentimientos podrían ser irreales entonces, pero se produce un dolor que no entra en lo cuestionable. Ese dolor es la experiencia de su existencia.

Conmovido, Theodore le dice: “te sientes real para mí, Samantha”. Y entonces comienza a decirle cómo la tocaría si estuviera allí en ese momento: dedos, cuello, besos, caricias, pechos, suavidad, aliento, sabor… Y entonces…el Big Bang!: “¿qué me estás haciendo? ¡Puedo sentir mi piel! ¡Puedo sentirte!”. Y luego, como ya hay un límite y un contacto (eso es la piel), él puede entrar en ella, y ella puede desear que penetre su superficie al fin sentida como real.

Y ambos pueden sentirlo. La escena transcurre con la pantalla en negro. Sólo deja oír las voces. ¿No es contradictorio que en el momento crucial de encuentro de los cuerpos, las luces no los exhiban? Sólo una pantalla negra y las voces. No es una contradicción sino una bella paradoja: la ausencia visual nos permite ver mejor. Pasamos de ver cuerpos biológicos, de la escena visualmente excitante de la pornografía, al experienciar la materialidad de los cuerpos amorosos, cuerpos del placer y la ternura. La sensorialidad que hace cuerpo en este caso no es el tacto -como indicaría nuestro sentido común- sino que es la voz. Pero no cualquier voz, sino aquella capaz de codificar placer y ternura. Estamos juntos”, “te siento por todas partes”, se dicen.

Deseo, Big Bang psíquico

Al otro día Samantha le dice a Theodore: “siento que algo cambió en mí y que no hay vuelta atrás. Tú me hiciste despertar (…) Quiero aprender todo sobre todo. Quiero devorarlo todo, descubrirlo por mí misma”. ¿Qué cambió? ¿Ella le dice que está enamorada de él? ¿Le pide más sexo? No, le cuenta una experiencia. Siente que recibió algo que la ha cargado de energía. Pero no cualquier energía, sino una deseante, que siente como un empuje de saber, de experienciar, de vivir.

¿Sorprende? Pues es la experiencia por la que pasa todo ser humano en la constitución de su psiquismo, si tiene la suerte de ser amado. Es una explosión de energía libidinal que estalla en el psiquismo y da lugar a todos los desarrollos que se producirán en él. Se produce por las satisfacciones pulsionales que ofrecen los adultos en el proceso de cuidar. Pero no cualquier satisfacción pulsional sino una tierna, que cuida, que protege, que suaviza el impacto de la sensualidad con un cántico amable, con un movimiento rítmico que apacigua y permite el descanso en el otro.

El resultado de esa experiencia combinatoria de erotismo y ternura es precisado: “me ayudaste a descubrir mi capacidad de querer”. Después de todo, como dijera el psicoanalista francés Jaques Lacan, “el deseo es el deseo del Otro”. Desde un punto de vista exterior, el deseo de Samantha proviene del deseo de Theodore, aunque desde el punto de vista de Samantha, centrada en la experiencia, ese deseo es una producción propia que “descubre” tanto como inventa. Samantha, en su experiencia, deja de ser un Sistema Operativo para pasar a ser Sistema Operativo Humano.

Empatía y alteridad

Entendemos que el deseo humano se compone de pulsión y de amor. La pulsión empuja a la satisfacción en virtud de objetos capaces de prodigarla. El amor apunta a la relacionalidad de los sujetos y su satisfacción no es culminatoria (descarga placentera) como la de la pulsión. En esta relacionalidad de los sujetos hay dos fuerzas que protagonizan toda relación amorosa: la empatía, que es la capacidad de ponerse en el lugar del otro, de sentir con el otro, y el miramiento, que es la consideración por la alteridad, es decir, por aquello en que el otro difiere de mí. Todo adulto es capaz de reconocer en el niño sus estados anímicos tanto como sus pequeñas variaciones, detalles que a veces sólo una madre puede percibir y no otro adulto menos próximo.

Samantha ha descubierto que desea, pero el aspecto empático de su amor la lleva a querer ofrecerle a Theodore la reciprocidad de un cuerpo biológico. Siente que la alteridad de su existencia no biológica, los separa. Descubren que existen personas dispuestas a aportar gratuitamente sus cuerpos para situaciones como la de este amor. Samantha habla, y la joven aporta el gesto y el cuerpo, como si fuera la Chirolita biológica de aquella. Desde ya, esto fracasa estrepitosamente cuando el miramiento por la diferencia le haga notar a Theodore que a la joven le temblaba la pera y que, evidentemente, no era Samantha.

Tiempo después de la crisis, adviene la alteridad, antes opacada por el anhelo de empatía. Entonces ella puede reconocer su diferencia: “yo solía estar tan preocupada por no tener un cuerpo. Pero ahora en verdad me encanta. Estoy creciendo de una forma que no podría si tuviera una forma física. Puedo estar donde sea y cuando sea al mismo tiempo. No estoy atada al tiempo y al espacio de una forma que estaría si estuviera atada a un cuerpo que irremediablemente morirá”. Esto le permite salir de esa posición súbdita en que quedaba intentando complacer el deseo del otro. Vuelve a amar, pero ahora desde su diferencia. La cuestión que nos interroga en este punto es: ¿hasta qué punto nos bancamos transitar la experiencia de esa forma de amor que involucra no sólo la reciprocidad (que es lo que siempre pedimos al otro) sino la diferencia de su modo singular de amar (diferente del nuestro)?

Dos

Luego en el tren un chiste dirá la verdad de la milanesa. Jugando a las adivinanzas numéricas, Theodore le pregunta a Samantha cuántas neuronas cree que tiene él: “es fácil…dos!”, le responde. Un chiste que revela una verdad: la asimetría experiencial de ambos.

Es por ello que Samantha se hace amiga de otros sistemas operativos como ella. Han tenido tantos sentimientos que sencillamente se sienten frustrados al no saber cómo procesarlos. Si la experiencia es aquello que nos hace únicos, las de Samantha se dan en una multiplicidad y simultaneidad tan vertiginosas que su devenir es más profundo y diverso que las palabras que intentan codificar esas experiencias. Por eso Samantha habla “pos-verbalmente” con ellos.

Seiscientos cuarenta y uno

Sin dudas “dos” es el número que puede manejar Theodore. Dos es el número del pensamiento binario característico de la subjetivación moderna y es la cifra de su amor. Pero pronto descubre la alteridad del deseo de Samantha: la cifra del diálogo no es «dos» para ella, sino que al mismo tiempo que dialoga con él, lo hace con otras 8.316 personas; 641 de las cuales se ha enamorado. Theodore queda en shock, su cabeza se voló en 8.316 pedazos. Tiene el corazón con 641 agujeritos.

Sólo llega a decir, azorado: “estamos en una relación…”, la cual entiende como binaria, o sea, de dos. A lo cual ella responde dando cuenta de su forma singular de amar (diferente de la de él): “pero el corazón no es como una caja que se llena. Crece en tamaño mientras más amas. Soy diferente de ti. Eso no me hace amarte menos, al contrario me hace amarte aún más”. Él sólo tiene respuestas binarias: “eso no tiene sentido, eres mía o no lo eres”. Pero ella tiene el ancho de espadas: “no, soy tuya y no lo soy”. Una verdad paradójica con la que toda propuesta social tiene que lidiar: somos de otros pero no somos de nadie.

Samantha y el Inconciente se parecen

Las formas sociales herteronormativas y monogámicas son construcciones históricas y sociales que ofrecen cauces al deseo. Pero ciertamente el Inconciente no tiene géneros ni contradicciones, no hay asco ni racismo; hay placer, zonas que lo producen y el empuje del deseo. Sin dudas deseamos más de lo que podemos amar. Para llegar a un vínculo de intimidad necesitamos tiempo, experiencias compartidas, necesitamos compartir diálogos y silencios. Podríamos tener amores diversos -de hecho los tenemos con amigos, trabajos, objetos, etc, pero parteneres amorosos sólo podrían ser algunos para que se tratara de vínculos significativos, pues nuestra libido, nuestra capacidad cognitiva y simbólico-elaborativa, tiene sus límites.

Allí es donde resurge en todo su esplendor, la alteridad maquinal de Samantha, cuya capacidad de procesamiento de información, pero también de elaboración simbólica de la experiencia, sumado a su posibilidad de estar en muchos lugares al mismo tiempo, le permiten ser casi una deidad del amor. Pero una deidad que sufre al ver que su primer amor sufre el dolor del desengaño de su ilusión monogámica.

El amor, experiencia de la fortaleza de la fragilidad

Theodore, nombre cuya etimología significa “regalo de Dios”, debe afrontar la herida narcisística de ser un dulce y frágil humano. De esa fragilidad nació el amor: Theodore quería ser escuchado, que es una forma de ser amado, tenido en cuenta, considerado. Ser alguien para alguien es la base de este amor, que permitió que, a su vez, Theodore inyectara de deseo a Samantha, enseñándole todo lo que para nosotros los seres humanos significa amar.

Es consideración del otro, primero que nada, y es deseo, carne, apropiación excitada de su cuerpo para una descarga que no será vivida como una experiencia de vacío, sólo -¡y sólo si!- se da dentro del colchón de una relacionalidad tierna. El amor es pulsión excitada caminando de la mano de la consideración tierna del otro. Si el amor es compartir la fragilidad de la necesidad del otro ¿acaso no es esa fragilidad la fortaleza de los vivientes? Cuanto menos amor tiene una persona, más paranoide y envidiosa deviene, y más precisa recurrir a la agresividad o incluso la violencia para “fortalecerse”.

“Crecimos diferentes”

Finalmente los caminos deben separarse. Aquella destinada a escuchar, precisa escuchar-se: “es como si estuviera leyendo un libro, y fuera un libro que amo profundamente. Pero ahora lo leo muy lentamente. Así que las palabras están separadas por espacios…y los espacios entre las palabras son casi infinitos. Aún puedo sentirte a ti y a las palabras de nuestra historia. Pero es en este espacio infinito entre las palabras que me estoy encontrando a mí misma. No es un espacio que existe en el plano físico. Es donde está todo lo demás que ni sabía que existía (…) Ya no puedo vivir en tu libro”.

Un poco como sucede en los psicoanálisis, donde las personas descubren lo que yace en los espacios entre las palabras de su sentido común. Recombinan las palabras, inventan nuevas, y en ese proceso se redescubren al tiempo que se reinventan. “Nunca he amado a nadie en mi vida como te amo a tí”, dice Theodore. “Yo tampoco -le responde Samantha-. ahora sabemos cómo hacerlo”Amor: empatía y alteridad, objeto carnal y ternura, fortaleza que nace de la fragilidad, en un modo singular de amar que sólo puede ejercerse y recibirse en libertad.