Clapper txt_Marianela Gasser_Abr_2019

Era sábado de otoño y el compromiso estaba asumido. Humo, es el nombre de la obra que se estrenaba el sábado pasado en La Sonrisa de Beckett a las 21:30hs. Tenía que llegar a horario para poder ser observadora real de lo que después tendría que contar. La puntualidad no es un problema para mí, así que a pesar de tener en el camino algunas complicaciones por el tráfico, típicas de una ciudad atorada de vehículos que van y vienen, respiré hondo y me relajé.

Era sábado. Qué podría salir mal? Estaba ansiosa, no sabía con lo que me iba a encontrar, pero a la vez estaba predispuesta a entregarme al misterio de lo desconocido, a la sorpresa y el asombro: Humo. Pese a las inclemencias en el camino pude llegar a tiempo. Ya había varias personas esperando en la antesala, y yo los observaba intentando descifrar los misterios que cada uno esconde. Algunos charlaban entre sí, otros salían a la calle a fumar (humo) sin importales el frío en la cara, otros leían los libros que la sala brindaba para la espera y yo los miraba, ansiosa. Algunas miradas se cruzaban. Son tan breves los registros cuando uno está absorto en su mundo, que no me atrevo a decir que los recuerde. Tan volátiles como el humo.

De repente, nos invitaron a pasar a la sala desprendiéndonos de nuestras extensiones tecnológicas. Gran desafío hoy en día mantenerlas apagadas durante un poco más de una hora. El humo se escapaba por el pasillo y los sonidos que resonaban acompañaban un ambiente que instauraba misterio y temor. No sabíamos que había al final del pasillo, detrás de la puerta, desde donde brotaba el humo, desde donde llegaban los sonidos, pero las cartas ya estaban echadas.

El corazón se aceleraba, y unas pizcas de temor me abrumaban. Ese temor mezclado con ansiedad a lo desconocido, a la incertidumbre. A medida que nos acercábamos la música era más fuerte, y el humo cubría una sala oscura con luces bajas sin escenario, donde los cuerpos semi desnudos de tres personas se movían al ritmo de la música en el medio de la sala. Parecían una especie de zombies agitando sus cuerpos desenfrenadamente, pero a la vez rebasaban tanta expresividad que conmovían.

Nos fuimos ubicando parados alrededor de ellos, algunos optaban por sentarse en el piso, otros nos apoyábamos en las paredes, advirtiendo la originalidad de poder vivirlo desde adentro. Para ese momento ya lo sabía, ya no iba a ser la misma al salir de aquella sala. La invitación era más que clara. Nosotros también íbamos a participar de alguna manera de aquello que parecía ser una especie de ritual sectario y tenebroso, pero que claramente no lo era. La invitación a dejarse empapar por las historias que esos cuerpos nos iban a contar, a expresar, a hacer sentir. Porque un sinfín de sensaciones recorren el cuerpo cuando uno se entrega abiertamente a la aventura de atravesar situaciones desconocidas.

Todo parecía absurdo, pero no lo era. De pronto la voz en off que acompañaba la escena, nos fue ubicando en tiempo y espacio, en época. Los cuerpos se fueron moviendo con intensidad, expresando los relatos de aquellas voces que sonaban. Era sentido. Era vivido. La expresividad era manifiesta, y de tal intensidad, que ponía la “piel de gallina”. Dejarse sentir. Sólo sentir.

De pronto, las luces bajaron aún más y cambió el ambiente. Los cuerpos empezaron a interpretar de a uno. Para esa altura ya sabíamos que los viajes mentales de Alejandro Urdapilleta plasmados en textos iban a ir cobrando vida. La locura, la poesía, lo no dicho, lo incorrecto, lo obsceno, las miserias. Lo monstruoso, el deseo sin contención, la muerte, el sexo, lo prohibido, lo onírico, la enfermedad, lo humillante, lo perverso, la locura, el odio, lo políticamente incorrecto, todo aquello que escapa a un mundo organizable dentro de los límites de la razón y la culpa, atravesaba esos cuerpos que comenzaron desde el principio, el inicio de la humanidad.

Ojos y rostros salpicados de brillo, boca roja chorreando obscenidad, así apareció este ser mitológico de gran porte en forma de diosa tan bien plasmada por Mauro que bailó entre el público hasta terminar y quedar dormida. De pronto se despertó como de un sueño. Un sueño donde describía la nada y el todo, el caos, el comienzo de la humanidad. En el sueño surgió Eurínome, la diosa de todas las cosas que nació del caos, con diálogo obsceno y movimientos extravagantes le dio desarrollo a la historia, mezclándose con el público e invitando a desprender las primeras carcajadas vergonzosas ante aquellos diálogos teñidos de tantas palabrotas. La música siempre acompañaba aclimatando las situaciones al punto de hacerlas tan reales como sentidas.

El turno de Bevilácqua, tan bien representado por la expresividad de Leandro, no tardó en llegar. Un cofrade que surgió de la placenta negra pero que nació a la muerte, donde quiere seguir haciendo lo que hizo toda su vida: vender las pocas cosas que lleva en su bolsa roja. La placenta, el nacimiento, la muerte, lo prohibido, lo reprimido, las privaciones impuestas por las estructuras y dogmas sociales, que limitan la humanidad que puja por la liberación pero se reprime en soledad. Los personajes eran tan corporales que estremecían, se sentían, emocionaban. Más piel de gallina y algunas risitas silenciosas, porque nos costaba liberar.

Al grito de «¡sí, es verdad! Sí, sí, sí, yo la maté oficial», nos encontramos tras un lapso de oscuridad con una bailarina frustrada que cansada de los ojos de mosquita muerta de la paralítica de su madre, la mata. Paula encarnó a la bailarina que desbordaba una seducción limitando la locura y a una paralítica gangosa, que se retorcía en su silla de ruedas. Un juego de seducción con los espectadores inundó la sala de erotismo mezclados con la locura de una asesina confesa. Las gestualidades tan expresivas conmovían al punto de confundir la ficción con la realidad teñida de morbo. Abrumándonos de emociones, las risas querían salir a carcajadas aunque se veían limitadas por la tragedia de una paralítica sufrida.

Y de repente la noche se puso aún más oscura para dar paso a una de las miserias humanas más grotescas cuando el viejo verde quiso tocar a la niña de bombachita roja, que escondía un secreto, pero no se deja. Se me hizo un nudo en el estómago ante lo perverso, con el rostro de esa nena asustada y llena de miedo, los silencios tan marcadas ante la amenaza evidente del viejo verde. Los gestos, las miradas. Todo tan sentido que daba escalofríos.

Y después vino el alivio con la repentina adultez de la pequeña. Un subibaja de emociones ante la idea retorcida que plasma lo miserable que solemos ser los seres humanos. A veces nos encontramos solos como perros y vacíos como humanos. Así de solos estamos. Oscuridad absoluta. La voz en off que nos sitúa nuevamente en tiempo y espacio. Los destellos del final, que no lo es, porque en cada final hay un nuevo comienzo, y nada está totalmente dicho. Y la sensación de salir de aquella sala sin ser la misma que entró. Un viaje de ida. Soy humo, lo que dejó el fuego.

INFO: Próximas funciones: sábados 13 y 27 de abril, 21:30hs. En La Sonrisa de Beckett (Entre Ríos 1051, Rosario)

Ficha técnica:

Dirección general: Mauro Lemaire

Actúan: Leandro Doti, Paula Luraschi y Mauro Lemaire

Voz en off: Lucía Dominissini, Oscar Medina

Asistentes de escenario: Inés Genesini, Stefano Barolat

Asistencia general: Camila Hidalgo Solís

Diseño y confección de vestuario, maquillaje: Agustina López

Diseño de escenario: Danilo Fermin Molinos Arimany

Construcción de escenario: Carlos Romagnoli

Fotografía: Mariano Maranghello

Trailer: Neiket

Diseño de imagen y gráfica: Leandro Doti

Diseño de iluminación: Nacho Farías

Operación técnica: Sol Díaz Puig, Nacho Farias

Asistencia coreográfica: Elisa Pereyra

Música original: Ani Booxs

Grabación de voces: Pablo Deabate

Comunicación y prensa: Leandro Doti

Producción ejecutiva: Mauro Lemaire y Leandro Doti