Clapper txt_MARTÍN PUEBLAS_Jun_2019
Es miércoles pero parece domingo en Rosario. Llovió un poco, y el cielo llena de incertidumbre a aquellos que dependen del clima para poder concretar sus planes. A las 16:40 aparece Esteban Porronett en bicicleta. Pasa una pierna por encima del cuadro aún en movimiento, y apoya todo su peso sobre un solo pedal, para terminar caminando los últimos pasos que lo separan del umbral de su casa. Se retrasó unos pocos minutos.
Los ensayos siempre acaparan un poco más del tiempo de la siguiente actividad del día. Lo primero que llama la atención de Porronett (Porra para los amigos) es su apariencia. De estatura media y muy flaco, su cara porta una barba crecida casi hasta la altura del pecho y un bigote con espesor nietzscheano y puntas daliéscas. Pero cuando el ojo del observador se acostumbra a la novedad, puede percibir que lo que más sobresale de Porronett es que tiene cara de buen tipo. Sin embargo, en una época signada por hipsters, lentes gruesos y jopos peinados con cera, lo destacable de él es que detrás de cada una de sus particularidades hay una idea. Nada es porque sí.
Niñez y capital
Para Porronet hablar pareciera ser un constante repreguntarse cosas. Va saltando de un tema a otro con un hilo conductor presente que no es necesariamente el de la pregunta original. Así es que hablando de su niñez hace un paréntesis para explicar cómo omite los supermercados a la hora de diagramar su economía doméstica, o para contar sin explayarse su paso por el anarquismo rosarino. Pero cuando se le pregunta por un posible comienzo aparece su infancia en Córdoba.
A los doce años Porronet no era él. Se llama Bruno y era un joven al que le gustaba romper cosas. Por eso la madre un día lo instó a que usara sus ahorros para comprarse una batería. Ella ponía lo que le faltaba en pesos del 1 a 1 y él se comprometía a aprender. En la casa de una de las investigadoras del grupo de Julio Maiztegui no había lugar para hacer las cosas así nomás. Desde que sobrevoló la idea de que fuese músico hubo dos premisas maternas claras: tenés que estudiar para dominar la técnica y hacer que sea redituable.
–Viste que tipo a los 7 u 8 años te empiezan a preguntar qué querés ser cuando seas grande. Yo siempre quise ser escritor, literato. Y terminé escribiendo con otro lenguaje porque es lo que me salió. No tengo pasta para la literatura. Y me acuerdo que mi vieja cuando se vio venir eso, al principio lo quiso evitar. Ella era muy de la ciencia, y siempre trató de imponerla como la verdad de las cosas. Yo creo que a fuerza de ignorar que ciencia y arte alguna vez fueron lo mismo. Entonces si iba a ser músico, me dijo, tenía que conocer la técnica. Nada de hippearla en un fogón. Andá a la escuela a estudiar música.
A los 12 años muere su madre y tiene que volver a Rosario a la casa paterna. Momento bisagra, lo define él, y cargado de renuncias. Atrás, cerca de las sierras, dejó amigos, novia, y una banda que ya le daba sus primeros ingresos. Él atribuye a este momento que le haya sido complicado cumplir con sus estudios formales, pero también que siempre haya tenido clara una idea: su trabajo tenía que ser redituable.
Es así que en medio de una juventud punk rock empezó a tocar con un amigo por distintos bares de Rosario. Estudió música antigua en el Instituto Pro Música, mientras de noche bailaba ska de los ochenta o Brit pop. La gran variedad de estilos es un reflejo de la multiplicidad de proyectos en los que participó. Cuando empieza a enumerar las bandas por las que pasó o sigue permaneciendo no alcanzan los dedos de las manos para seguir la cuenta. Cuatrillizos Descartables, el Gurí Trío y el Manduví Volador o Tío Galleta son solamente algunas.
–La verdad que no es posible sostener ocho, diez, quince bandas. En realidad creo que es insano sostener más de dos o tres. Yo digo esto y me contradigo porque lo hago. Estoy en muchas bandas. Pero en estado de latencia podés tener un montón. Y esa es otra forma de organización de la economía de les musiques. Desde muy chico se me metió la idea de que si soy músico tengo que cobrar por eso. Tengo que poder mantenerme y además disfrutar. Las veces que no lo disfruté me cambié de rubro. Y fue así. Yo siempre toqué música, nunca tuve períodos en los que dejé. Si que dejé de vivir de la música, y me dediqué a otros rubros porque me desencanté. Y cuando me reencanté volví a tratar de vivir de esto.
Perder el rumbo, amigues, es natural
El negocio de la piedra es el último álbum de estudio de Porronett. Se trata de una apuesta a profesionalizar su carrera solista. Hace varios años que, a la par de producir a otros artistas, se autogestiona su material. Mezclas de estilos, letras espontáneas y mucha libertad son algunos de los ingredientes con los que solventó su estilo hasta ahora. La diferencia en este caso es la intervención de Martín Grecco, productor y músico rosarino, que quiso acompañarlo en, lo que espera, sea una nueva etapa en su carrera. Hace dos años que Porronett salió del estudio de su casa para dejarse guiar por Greco y sostiene que es el álbum que más se acercó a la idea que tenía en su cabeza.
–Con Martín, que tiene una fineza musical increíble, pudimos hacer un material que es muy superior a todo lo que hice antes. Sobretodo porque es una apuesta a la no autoproducción, a la no autograbación y auto, auto, auto. Una cosa muy masturbatoria en la que yo hacía todo sólo e invitaba a una cantante y un guitarrista a lo sumo. Lo pensé como: “Che, si me estoy formando, si quiero vivir y dedicarme a esto ¿cómo puedo generar un material con un nivel mucho más profesional y que valga la pena editar?”.
Ganó un programa de fomento del Instituto Nacional de la Música que le financiaba la grabación de 1.000 discos en formato físico e invitó a más de diez músicos amigos para que lo ayudaran a generar el producto. Con manifiestos punzantes en tono burlesco, declaraciones de amor y la premisa de que todos nos perdemos de vez en cuando (y está muy bien) El negocio de la piedra es un material poco convencional. Sonidos electrónicos y temas instrumentales sirven de conducto para meterse en un planteo al que no estamos acostumbrados en las bandas del mainstream.
– Me gusta mucho irme de viaje. Y también viajar para adentro. Escuchar un disco y que me saque de paseo. Entonces busco eso y creo que me sale. Yo hago algo que me gusta escuchar a mí. Esa es la verdad. Será un poco narcisista, pero es como cuando uno dice “yo nunca le haría a otro lo que no me gusta que me hagan a mí”. Bueno, yo no haría un disco que no me gustara escuchar.
Quizás el corte de difusión sea el más representativo de esta nueva etapa en la que se plantea poder hacer de la música de estudio su medio de vida. Un tema que podría ser tranquilamente radiable, pero que con una letra pulida y precisa no deja de plantear un dilema complejo. De todos, pero principalmente de la vida de Porronet: qué es ese éxito que tanto perseguimos.
Chau Esteban
Durante muchos años vivió bajo el pseudónimo de Esteban Porronett. Al punto tal de que son pocos los que saben que su DNI reza Bruno Rosso. Incluso sus familiares saben llamarlo Porra. Él afirma que, en algún punto, debe habérselo cambiado por la influencia de su padre a quien lo renombraron como a muchos inmigrantes italianos del siglo pasado. Pero no está convencido. Una de las pocas aristas de su identidad que no respalda con una idea clara y reflexionada. A diferencia de su último cambio de identidad. Porronet no es más Esteban.
–Teníamos un grupo de amigos de chico que nos poníamos nuestro apodo y un net al final. El Negro Martín era Mártinet, Octavio era Óctanet, un Rodrigo era Ródriguet y Porra Pórronett. Y me gustaba como apellido asique me puse un nombre. No se por qué Esteban. Me gustaba cómo sonaba, calculo. Y ahora para este disco me saqué el Esteban y me dejé Porronett, como Maluma.
-Tenés mucho de Maluma
-¿Viste? Muy parecido.
(Risas).