Clapper_txt Matías Querol

Umbral merece un alto reconocimiento de parte del público y de quienes sienten amor por el séptimo arte. Bajo dirección de Claudio Perrin, integrada por un elenco actoral de grandes talentos rosarinos, Umbral es una producción cinematográfica que desborda sensibilidad y apela a un cruce inteligente entre arte y política. Como no podría ser de otra manera, configuramos la siguiente reseña en #ModoAvión (modo bohemio de apropiación del arte); como si la misma tratara de reproducir la mesa de un bar a la salida del cine para dialogar off-line sobre las sensaciones que nos dejó en la piel esta obra magistral.

Umbral está basada en un hecho real acontecido en 2014 en el barrio Azcuénaga de Rosario cuando un grupo de «vecinos» linchó salvajemente al joven David Moreira al momento que éste intentaba asaltar a una persona. Una leyenda escrita anuncia al comienzo que el film está dedicado a la memoria del joven, lo cual pone a un espectador sin información previa en aviso que todo lo que verá tendrá relación con aquello. Una de las cuestiones salientes ligadas a Umbral, y que tiene no poca relevancia en estos tiempos, es que el film estuvo financiado a partir de un crowdfunding; lo que permite abrir la mente en cuanto a la re-definición del arte y los modos colaborativos de llevar a cabo nuevos proyectos; sin quedarse de brazos cruzados esperando el milagro de un mecenas que nunca llega.

Afiche original de Umbral-Zahir Films

La inseguridad en el adentro

Umbral es una interpelación feroz sobre cómo la(s) violencia(s) ocupan el centro de la escena en nuestras ciudades y, conceptualmente, opera una inversión de las causas y efectos de aquello que llamamos «inseguridad» y que parece hoy copar todas nuestras energías psíquicas. Umbral coloca en una escena principal a una serie de personajes centrales encerrados en una casa; autores materiales e ideológicos del linchamiento que acaba de suceder. Lo llamativo es que el director, con total audacia en el desarrollo del guión (también de Perrin), ubica a la «inseguridad» en el interior/noche de una casa (en el adentro); y no en el afuera donde ha ocurrido el episodio delictivo. En tanto espectadores, nos sentimos «inseguros» por lo que ocurre adentro de la casa y no afuera.

Nada hay que provoque mayor placer que pescar la coherencia interna de un relato fílmico que cierra por todos lados, donde los planos detalles dialogan con los personajes y activan la multiplicidad de historias paralelas que golpean en estado latente. Lo que despierta mayor admiración es la elección del título del film, que funciona en negativo como el grupo negativo de estas cinco personas encerradas.

Umbral, ni público ni privado

El umbral, por definición, supone una zona intermedia, gris y gradual que lleva a un transitar entre lo público y lo privado. No es del todo público, no es del todo privado. Ese mínimo espacio como emblema de una ciudad tradicional que integra, y solidariamente lleva a que los vecinos se sientan pares, es lo que Umbral desnuda como déficit radical. Umbral pone al desnudo el fin de los umbrales, de la vida pública, del diálogo y las legalidades como recursos primeros de tramitación de los conflictos; así mismo patente como temática en el extraordinario film argentino «El hombre de al lado» (Duprat-Cohn 2009).

Claudia Schujman- Gustavo Guirado/Zahir Films

Perrin pone en primer plano la inseguridad en la casa como causa primera del hecho  que acaba de suceder en el afuera; y ahí es donde provoca magistralmente el desplazamiento disruptivo del punto de vista. Las causas del linchamiento de Moreira están presentes en ese espacio árido vaciado de humanidad. Esta dualidad de planos entre el adentro y el afuera queda evidente a partir del recurso de las voces en off de los «vecinos » y los ruidos de las sirenas de la policía en la escena (secundaria) del crimen. La escena principal sucede puertas adentro del umbral; en el espacio privado del grupo negativo que habla poco (y mucho a la vez) expresado en un rico juego de espejos.

Otro de los momentos cumbres es la (¿deliberada?) dificultad de comprender como espectadores los parlamentos en el inicio.  Da la sensación que hay imperfecciones técnicas en el registro del audio, aunque más adelante, cuando se plasma el conflicto (o los conflictos), los diálogos resultan sorpresivamente mejor audibles. Esto nos lleva a pensar/sentir que el director eligió en forma intencional dejarnos afuera de esta situación inicial confusa, vale decir, no pudiendo participar de aquello que sucede en la casa.

Umbral, cómplices sin complicidad 

Umbral nos obliga luego sí a participar y ser testigos oculares de cómo el grupo (4 personas anónimas, la dueña de casa y su perra ciega) exhibe un atravesamiento conjunto de violencia simbólica; germen causal de la violencia real que acabaría con la vida del joven. Umbral visibiliza, en ese grito silencioso de paranoicos que elucubran maniobras para zafar de la cárcel, el peso (real) de la violencia simbólica y ése es su mérito mayor. Como decíamos, el hecho maldito de inseguridad no ha sucedido afuera, en la vía pública, en las calles de Azcuénaga, sino puertas adentro de la casa y en la dinámica cruel de estas personas que se repelen.

Lo que habla es el silencio pesado (pesadísimo) de un lugar privado, de una casa que esconde en complicidad a los autores materiales e ideológicos de un linchamiento apenas acontecido. El film en ByN transforma al espectador en un cómplice involuntario de los asesinos. La sangre roja se vuelve una sombra obscura más en la retina que pasa desapercibida en la escena inicial del lavatorio (cuando el personaje que interpreta Miguel Bosco lava la cadena como arma del crimen) o cuando la dueña de casa (Schujman) le pide al mismo personaje (al que le dicen «negro«) que lave sus zapatillas manchadas de sangre como prueba del delito.

El ByN torna invisible la sangre del joven asesinado y sacude la historia a partir de una serie de conflictos internos (hijo ausente, sereno mayor pasado de rosca, trabajador full time que evita volver a su casa y quiere «matar» a su hijo falopero, otra mujer que se rinde a los hombres y un enigmático de rictus denso) pero que crujen y duelen y nos golpean como esa misma cadena letal (que clausura las puertas o ventanas que dan al afuera para dar «seguridad») en las cabezas.

Claudia Schujman/Zahir Films

Umbral, el silencio obligado de las mujeres

La fotografía del hijo recién nacido de la dueña de casa (Schujman) como plano detalle en silencio, y la calidez en el cuidado afectivo de su perra «Emma» como sustituta, hacen suponer que el hijo no volverá a estar junto a ella, tejiendo una compleja trama de identificación con el joven linchado, sin vida, en el cemento. Por el manejo de los tiempos y la estructura narrativa en la elección de los planos, pareciera que la perra ciega fuera la que encarna provocativamente la reserva de civilidad. La perra duerme, y permanece estable en su cucha, mientras hombres y mujeres desesperan y fuman y toman pastillas por la violencia simbólica que sus cuerpos exudan.

El personaje que interpreta Bárbara Peters es el único de todos que intenta pintar de «color» la escena dramática de la espera obligada donde las historias de vida apenas pueden pronunciarse, y esto último, precisamente, es el hecho maldito de la verdadera inseguridad. Esta mujer, que no puede tener hijos, es la que en varios momentos sugiere edulcorar el dramatismo dirigiéndose sin fortuna al resto del grupo inerte que nada lo hará conmover («que lindos aros tenés»/»¿Jugamos a un juego»?)

Bárbara Peters/Zahir Films

Proponer un «juego», si bien puede asociarse a un lavar culpas de esta mujer clase media que no hace el trabajo sucio de mancharse con la sangre pero lo alienta, es al menos un recurso de escapar al silencio/grito mortífero. Uno de los hombres (personaje interpretado por Tito Gómez) es el que destituye esta inútil ocurrencia del juego de la mujer inútil y, de esta manera, el guión pone de relieve la vigencia de un patriarcado repulsivo.

Umbral, la muerte en tiempo real

La escena que lleva, sin dudas, al extremo el dramatismo es la que los asesinos se disocian de su condición y miran, cual si fueran fríos espectadores de TV de la serie «Policías en Acción», el crimen registrado por la cámara de un celular. La rigidez en sus gestos vaciados de emoción le ganan a las perturbaciones iniciales cuando el grupo irrumpe todo junto en la vivienda tras cometer el hecho.

Estos «vecinos» no se conocen entre sí.  Esto último se confirma con sutileza narrativa a partir de un breve diálogo entre las dos mujeres que ocupan los roles femeninos de una emocionalidad sin cabida. Una de ellas (Schujman) le pregunta el nombre a la otra (Peters en el rol de «Alejandra») y ese desconocimiento del nombre propio de su vecina explicita, sin más, el quiebre del tejido social en Azcuénaga. Las lágrimas de las mujeres son atisbos de culpabilidad rápidamente doblegadas por los vozarrones de mando de machos/machazos que están ahí, «haciendo lo que hay que hacer»; aproximación más o menos literal del parlamento que lanza el personaje de Gustavo Guirado sobre el final que nos enmudece.

Miguel Bosco/Zahir Films

La mayor parte del tiempo Umbral transcurre puertas adentro de la casa. Sólo el director nos invita al afuera a partir de un plano general nocturno de autos que circulan y, sobre el final, una subjetiva del personaje de Schujman que sale y camina por la vereda, sin levantar la vista, la mañana siguiente al hecho consumado. En Umbral no hay mirada directa a los ojos, no hay ojos a los que mirar como prólogo siquiera de una experiencia de vida común. La sangre de Moreira en ByN yace en el asfalto, todavía fresca, aunque invisible para la ceguera indiferente de los «vecinos» del barrio que caminan y caminan privados del otro y, tan sólo por eso, de vivir un destino mejor para sus vidas.