Clapper txt_Mg.Luciano Rodriguez Costa_Sep_2018
En un momento histórico para nuestro país en que las mujeres protagonizan el movimiento feminista organizado quizás más grande de latinoamérica, con fuerza suficiente para instalar agendas sociales de discusión y ocupar las calles allí donde ya los hombres hemos extraviado nuestro lugar, el amor y los géneros se hallan en plena problematización. Recientemente en las discusiones del Senado de la Nación en relación al Proyecto de Ley para la Interrupción Voluntaria del Embarazo, se habló del “miedo atávico” del hombre a la mujer. “El miedo del hombre a la mujer sin miedo”, nos decía Galeano. ¿De qué se trata este miedo? ¿Es atávico realmente? ¿Tiene que ver con el patriarcado? ¿Qué relación guarda con el amor?
“La Araña Vampiro” (Gabriel Medina, 2012), se nos presenta como un sueño infantil que figura en imágenes simbólicas arácnidas un temor originario: el miedo a la mujer. La reconocemos como un sueño frecuente en niños y jóvenes púberes, y a veces la vemos aparecer en forma de fobias. Formas culturales dan cuenta de esa relación: “El beso de la mujer araña”, “La inocencia de la araña”, por tomar al cine nacional, o “La arañita de Martita” –cuya picadura infundía temor a los peatones- en el caso de la cumbia colombiana de los Wawanco, “Coraline y la puerta secreta” -donde la “otra madre” representaba el lado arácnido del amor materno-, entre otras. Podríamos seguir dando ejemplos, pero la “araña mala” nos aguarda en su emboscada de colmillos relucientes.
«Eros y Psique en el telo del amor», Araña
El protagonista es Jerónimo, un joven adolescente de aspecto temeroso e introvertido, que parece como recién caído del nido de la infancia. Su padre, Antonio, decide arrastrarlo unos días a una casa en el bosque, apartada del bullicio de la ciudad. En una primera y enigmática escena, Camila -encargada de la casa- aparece detrás de Jerónimo; y el padre, situado delante de Jerónimo, le dice en la misma dirección de su hijo: “¿vos sos Camila?”. ¿Como si su hijo fuera invisible? ¿O quizás como si viese el temor tras Jerónimo?
Los ojos son tan importantes en esta obra que bien podría haber estado incluida en el ciclo “Los Ojos de Edipo”. Hacen allí su juego: Jerónimo se da vuelta y contempla sorprendido la mirada intensa de Camila, luego ella les abre la puerta y se detiene un instante a ver a un Jerónimo que rápidamente baja la mirada, y, por último, intempestivamente una ventana se abre desde adentro de la casa y se encuentra otra vez con sus ojos negros mirándolo fijamente. Entre fascinación y temor: Jerónimo fue picado.
«Eros y Psique en el telo del amor», Maraña
Se dan luego dos escenas maravillosas cuyo sentido está en su contigüidad. Primero vemos a Camila decirle a Jerónimo que ante cualquier inconveniente llame a un número que le deja y, en la escena siguiente, vemos a una madre que llama a su hijo por teléfono. Una mujer dispuesta al llamado de un hombre y una madre que llama a un hijo. Jerónimo le pasa el teléfono al padre y cree escuchar algo preocupante. Lo vemos inquieto por lo que habla con su padre.
A la noche Antonio le aclara el sentido de su estadía allí: “yo sé que es raro todo esto, pero quería estar así con vos: solo. A ver si así te puedo ayudar”. ¿Respecto de qué? Un brevísimo y sutil diálogo nos lo deja entrever. Mientras comen, Antonio le pregunta: “¿Estás con alguien?”. Ante la escueta negativa, continúa: “¿Qué estás tomando ahora?”. Dos psicofármacos -a los que le hizo publicidad la película pero no este artículo-. ¿Qué es lo que pregunta Antonio realmente? Pregunta por la posición sexuada y deseante de su hijo. Pero no hay otra respuesta para ese nudo juvenil más que el fármaco. Algo en lo cual quisiera ayudarlo Antonio al estar solos y compartir tiempo de “hombre a hombre”.
Y entonces Jerónimo hace la única pregunta que lo moviliza: “Qué dijo mamá? dijo algo y te preocupaste”. Un padre que pregunta por un hombre y un hijo que pregunta por una madre. Su libido sigue enlazada a la madre y, en particular, a las angustias de aquella. Jerónimo está amorosamente vampirizado.
«Eros y Psique en el telo del amor», Araña Vampiro
Esa misma noche todas las alusiones se metaforizan en una escena aterradora. Jerónimo, adormilado en la cama, entreabre sus ojos y se encuentra cara a cara con una araña enorme y peluda. Lo mira fijo como Camila con sus negros ojos mientras le enseña sus colmillos. Si lo habíamos visto atemorizado, y desplazándose por la película como un pichón caído del nido, ahora vemos explotar la angustia y el miedo latentes. Logra matarla y se encierra en el auto del padre, como si se sintiera vulnerable en su salida a ese mundo exterior frío y hostil. Como si quisiera volver al nido con su madre. Entonces descubre que ha sido picado en el brazo.
A la vuelta del hospital, una figura femenina, como una ensoñación Camilesca, los cruza. La picazón no se detiene y ve empeorar la picadura. Finalmente la angustia lo moviliza a llamar a Camila, quien lo conduce con un curandero local que le da el diagnóstico de que fue picado por la “araña mala” o “araña vampiro”. La única cura posible es que otra araña vampiro lo pique nuevamente. Nótese qué fascinante: enfermedad y cura como anverso y reverso de la misma moneda. Como la paradójica ecuación matemática según la cual “menos por menos, da más”.
La primera picadura vamipiriza -“te chupa la sangre de a poquito”, dirá el guía- pero la segunda picadura cura. Si la picadura vampirizante que traía era la preocupación por las angustias de la madre, la mirada de Camila es la segunda picadura que recibe. ¿Pero por qué entonces no se cura? Porque no basta con enamorarse. Si el amor es una fuerza atractiva, la agresividad es una fuerza propulsiva. Para amar se requiere de ambas fuerzas combinadas. Jerónimo debe lanzarse hacia un viaje interior que le permita no quedar como objeto pasivo en la telaraña amorosa materna sino desprenderse y poder tomar a la araña femenina con sus propias manos.
«Eros y Psique en el telo del amor», guía extraviado
Para hallar otra araña vampiro, Ruiz, un guía local, lo conduce. Se trata de un personaje hosco, de apariencia violenta incluso y que, además, resulta alcohólico. Nada menos confiable. Sin embargo, es el único que confía en lo que le pasa a Jerónimo. Sabe que su vida depende de ello, y no está dispuesto a apelar a la policía ni a los médicos, quienes no creen en esa realidad. Sin dudas, Ruiz en cierto modo es como la figura del psicoanalista, que cree en que hay formas de sufrimiento que producen ciertas realidades simbólicas no evidentes al sentido común. La sociedad adulta y racional no cree en la eficacia simbólica. Una araña es una araña y le tememos por un mecanismo filogenético adaptativo, dirían. Pero también muchas otras especies animales y vegetales lo son y no soñamos con ellas. Hay procesos simbólicos que no son evidentes y que son eficaces.
¿Hay metáfora más bella de la inutilidad de toda forma educativa que prescinda de la persona educada, que la de un guía que pierde el rumbo hacia dónde conduce a su guiado? Como los psicoanalistas, nuevamente, que no podemos más que ayudar a iniciar un viaje en el cual el camino lo irá trazando la propia persona. Una lección fundamental que nos deja el psicoanálisis es que tenemos la condena de la libertad de producir nuestra realidad. Nada que exista en el mundo exterior tiene sentido para el ser humano si no es recreado internamente.
O sea que si a Jerónimo le sirve como guía un padre que lo aparte de la madre y lo lleve al bosque para decirle que está bueno ser hombre, amar a alguna chica como él hizo con su mujer, aquel debe desprenderse de la telaraña materna por sí mismo y re-crearse internamente para hacerse hombre y devenir amante de una mujer. De lo contrario será una realidad vivida como ajena, exterior.
«Eros y Psique en el telo del amor», miedo atávico
Entre sueños Jerónimo ve a Camila: sus enormes y bellos ojos negros lo observan. Se inclina sobre su brazo malherido y rodea la enrojecida protuberancia roja con sus labios. Una escena ambigua, como las imágenes que los sueños nos traen: ¿lo besa o lo pica? ¿Lo cura o le chupa la sangre? En el Inconciente no existe el principio de no-contradicción, por lo tanto se trata de ambas -o más- posibilidades. Lo fantástico del cine es que puede inquietar nuestros sentidos yoicos lógicos aristototélicos, al mostrarnos escenas que rebosan de ambigüedad.
Lo que vemos en esa ensoñación es nada menos que lo que en el Medioevo se conocía como “Súcubo”. No sólo las arañas pueden simbolizar el miedo atávico a la mujer, sino que los súcubos representaban a mujeres de irresistible y embriagante belleza que se metían en las ensoñaciones de los varones, particularmente los adolescentes, y les chupaban la sangre o la fuerza vital. Cuando la mujer es revestida del aspecto amoroso materno y este amor materno, además, está teñido de angustia -como la mamá de Jerónimo-, se transforma en esa figura femenina fascinante y embriagadora que da lugar a esos amores pasionales (vampíricos) tan frecuentes en la adolescencia: Camila es el bello súcubo que inventa Jerónimo.
Una escena maravillosa es cuando cae la noche y el mismo Ruiz, desvariando con un pie en la realidad y uno en la ensoñación, comienza a ver ilusiones amenazantes. Es como la angustia de un niño al despertar de un sueño pesadillesco cuando aún no puede discriminar realidad de sueño. Jerónimo entonces -que ya había podido desplegar su propia agresividad y reconocer que el guía no sabe todo y que él deberá buscar su camino- comienza a actuar como un padre. El que fuera niño preocupado por la angustia de su madre, de pronto consuela la angustia de su guía. Como un Quijote, combate con una antorcha las oscuridades donde se proyectan temibles fantasmas primordiales. Entra en el juego y los espanta uno a uno. Finalmente lo abriga y aquel se duerme como un bebé.
«Eros y Psique en el telo del amor», la concha de tu madre
Finalmente Jerónimo se aventura solo, desesperado pero con tenacidad, hacia una especie de gruta cuya entrada en forma de grieta recuerda la famosa escena de “Hable con ella” de Almodóvar o también la obra “L’Origine du Monde” del pintor Gustave Courbet (1886). Enigma, deseo y horror en el origen del la vida psíquica. El enigma de saber de dónde venimos, que ocupa tanto a los niños y los conduce a desarrollar teorías sexuales infantiles acerca de los orígenes, la curiosidad de espiar (con los ojos o con las orejas, como decía Freud); el deseo de acceder a ella que eclosiona con el Napalm puberal; y el temor… ¿Por qué temerle?
El psicoanalista Donald Winnicott nos aporta una pista. Por la dependencia infantil originaria. En nuestros primeros tiempos dependemos completamente de la asistencia tierna de ese otro adulto -tradicionalmente es la mujer, aunque eso va cambiando con el tiempo- y el proceso psíquico para llegar a un estado de independencia ha sido tan largo y ha requerido de un esfuerzo psíquico tan grande, que la posibilidad de volver al “origine du monde” humano de la dependencia, son tanto una tentación como un temor.
“Andá a la concha de tu madre” ¿Qué insulta? Insulta la capacidad de una persona de valerse por sí misma en la vida, de tener “huevos” u “ovarios”. Es pedirle que se vuelva al agujero del que nunca debió haber salido. Es llamativo que la sugerencia de envío no sea a los huevos de su padre o a los ovarios de su madre. Quizás precisamente porque la “concha” es el lugar donde se origina la vida alumbrada y es un lugar, al mismo tiempo, de enorme placer sexual. Vida y placer. Insultar eso supone desear la no-vida y la atadura a las telarañas del goce materno.
«Eros y Psique en el telo del amor», dependencia y patriarcado
El patriarcado, sin dudas, ha creado modos reactivos de responder a esos temores originarios, que no son exclusivos de los varones sino que tocan a las mujeres también. El hombre violento es uno que intenta compensar su temor al poder que la mujer ha tenido en tiempos de la dependencia originaria. El patriarcado también ha incrementado esos temores al sacralizar a la madre abnegada y reproductora de la especie, y al denigrar a la mujer que goza su sexualidad. La virgen y la puta, clásicos de la modernidad.
En consecuencia, la mujer que se subjetivó en la abnegación de la casa y el hijo, puso todas sus fichas libidinales allí. De modo que se produjeron dependencias infantiles más prolongadas y telarañas más densas para salir de allí, puesto que ¿cómo dejar ir aquello que era culturalmente presentado como el sentido del ser mujer? Si los hijos definían la condición femenina en el patriarcado, el hijo varón era a su vez de un valor superlativo. Ese “privilegio”, sin embargo, le cuesta caro al hombre. Y en el caso de las niñas, las demandas de amor hacia los padres muchas veces asumen la forma de un reconocimiento que se toma de esa forma de “privilegio” masculino.
Tenemos entonces un temor intrínseco al modo en que las personas nos humanizamos en vínculos amorosos por la dependencia total originaria respecto de -tradicionalmente- la mujer, y formas culturales que los incrementan generando un sufrimiento adicional innecesario, e incluso contraproducente, para el pasaje de la dependencia infantil a la independencia adulta.
«Eros y Psique en el telo del amor», un ojo de la cara
La picadura tiene que ser en el ojo. Esto supone una hazaña, enfrentar el mayor de los temores mirándolo a los ojos sin pestañar. En general, cuando algo nos da miedo, cerramos los ojos o desviamos la mirada. En este caso la cura sólo puede provenir de mirar el miedo a los ojos. En un lugar oscuro, estrecho, prácticamente inmóvil, rodeado de arañas. Pero ya no es objeto pasivo a merced de la amenaza, sino que ahora con sus propias manos puede tomar la araña y dirigirla hacia su ojo.
Enfrentar el miedo a la libertad, avanzar hacia la independencia, mirar a los ojos a Camila, tiene un costo: algo debe perderse. Podríamos decir que la cura de su pasaje a la adultez le “salió un ojo de la cara”. Hacia el final de la película lo vemos volver a la ciudad con una sonrisa. La palidez que antes lo acompañaba se circunscribe ahora sólo a un ojo. Imágenes que se superponen con su partida. El guía que ahora descansa y Camila, que aún lo mira, pero ya sin besar su herida. Está listo para amar.